Una consideración: el término obra maestra tiene, por fuerza, que evocar destinos más elevados en el cine. No sucede así en las otras artes, y suele pensarse lo contrario, siempre por parte de quienes ignoran la historia del arte y sus detalles. A nadie le molesta el asunto de una pintura si con ella conquista la belleza. Nadie reclama en el Quijote menor dosis de humor en pos de una perfección insólita. Nadie en su sano juicio reprocharía hoy a Mozart que sus óperas son a veces “humoradas de corte”.
En cine esto no sucede. Lamentablemente no sucede porque el cine fue feria, y fue espectáculo ambulante barato, además. Carreta y asombro, vulgaridad. Entonces, hace falta que hablemos de cine con un prestigio hortera, que es el prestigio de quienes creen que con el cambio de chaqueta o modista se adquiere un cierto estilo. El cine fue al principio polvareda, tecnología, magia y anécdota. Luego, con aquella carreta de legendarios directores, fue otra cosa, pero tampoco tan alejada de los orígenes. Seguía uno sentándose una o dos horas a ver qué sucedía en la pantalla.
Así voy a empezar yo mi defensa de ‘Instinto Básico’ (Basic Instinc, 1992) como una obra maestra del cine, considerando que el término “obra maestra” no es más que una expresión de un complejo de inferioridad que nunca deriva en tal superioridad. El caso es que esta película de Paul Verhoevenme parece una conquista estética formidable y voy a explicaros aquí por qué razones.
El cine ha tenido, de toda la vida, un problema con el sexo. Es un problema representativo, en los dos sentidos del término. La imagen pornográfica es, por encima de todo, el fracaso del cine con el sexo. Tener que rodarlo, explícitamente, planearlo, pero ser incapaz de transmitirlo: tener que documentarlo, pero falsamente. Con lo cual, volvemos al principio: el cine tiene un problema con el sexo. No digo que ese no sea un problema también literario.
El cine ha tenido, de toda la vida, un problema con el sexo. Es un problema representativo, en los dos sentidos del término. La imagen pornográfica es, por encima de todo, el fracaso del cine con el sexo. Tener que rodarlo, explícitamente, planearlo, pero ser incapaz de transmitirlo: tener que documentarlo, pero falsamente. Con lo cual, volvemos al principio: el cine tiene un problema con el sexo. No digo que ese no sea un problema también literario.
Pero en cine pocas películas tratan sobre sexo. Pienso en ‘Eyes Wide Shut’ (id, 1999) la obra maestra de Stanley Kubrick, que examina la sexualidad masculina – es decir, su estructura de deseos y realidades – desde un punto de vista tan íntimo que a veces parecería que habla de amor. El tema principal de esta película es la sexualidad como fuente primordial de caos.
Y ahora vamos a explicar el argumento. En su momento, debe saberlo el lector, esta película fue famosa por el astronómico salario que recibió su guionista, Joe Ezsterhas. Su guión es perfecto. Es decir, infumable. Es un policial absolutamente propio de libro de bolsillo barato, malo. Lleno de diálogos soeces – las referencias al falo en el habla -, giros injustificables y personajes que apenas pasan del arquetipo. Explicaremos el argumento para quien no lo sepa:
El detective Nick Curran (Michael Douglas), con un turbio historial que incluye adicción a las drogas y un tiroteo en el que murieron inocentes, está investigando el asesinato de una estrella musical de San Francisco. Las pistas conducen a Catherine Tramell (Sharon Stone) escritora que bajo seudónimos publica novelas sobre asesinatos y cuyos mórbidos centros de interés parecen indicar que fue autora del crimen o que está siendo víctima de un fan que se dedica a repetir lo que sucede en sus novelas. Tramell pronto se sentirá atraída por el policía y las cosas comenzarán a complicarse.
La película recuerda a no pocos clásicos ochenteros de Brian DePalma, incluso hay quien ha creído ver en la escena final del ascensor una reminiscencia del asesinato inicial de ‘Vestida para matar’(Dressed to Kill, 1980). Hay una cierta familiaridad, pero Verhoeven me parece muy distinto a DePalma, porque si a DePalma le interesan los mirones, en su versión más extrema o trágica o hasta sensual, a Verhoeven le interesa el choque de trenes entre dos cuerpos, entre dos sexualidades, la masculina y la femenina. En ese sentido, poco importa el argumento en un sentido literal o si el personaje de Jeanne Tripplehorn es o no culpable.
Verhoeven resuelve de manera sublime uno de los grandes problemas del cine con el sexo: lo gratuito que acostumbra a ser. En cine, el sexo es apenas un trámite para una escena, mala e innecesaria, a contraluz de dos estrellas de cuerpo bonito obligadas a desnudarse y normalmente, tales escenas no tienen función alguna. En esta película sí. Todas y cada una de las escenas de ‘Instinto Básico’ tienen una función narrativa y dramática: la asesina mata a sus víctimas tras venirse. La petite mort, que decían los franceses llevada a una literalidad magnífica.
En un detalle sutil, y magnífico, en el único momento en el que Curran y Tramell hacen el amor, no lo vemos. Hay una elipsis. El resto de escenas de sexo son narrativas y dramáticas. Describen la pulsión del hombre, que es mucho mejor excitándose, frente al orgasmo femenino, barroco, complicado y no necesariamente definitivo. Y cumplen la función de obligar al espectador a sospechar de si será asesinado o no. ¡Qué otra película ha encontrado eso!
La película cuenta con una sobrenatural Sharon Stone al frente del reparto. No se trata de su belleza, obvia a los ojos de cualquier espectador y capaz de convertir cualquier juicio en mera redundancia, sino de su interpretación. Expresa fragilidad, confianza, dominio, diversión y convierte en mitológica y divina su Tramell. Douglas está excesivo, sobreactuado, casi burdo, pero ese es el papel que debe desempeñar para el Hombre perdido ante una divinidad que puede matarlo si lo desea.
Paul Verhoeven dirige de una manera impecable, y cuenta con la iluminación del brillantísimo Jan DeBont para su propósito. Su película está compuesta de largos y sinuosos travellings, composiciones anchas que siempre dejan a las figuras habitar sus espacios y que solamente ceden a los primeros planos en sus calculados efectismos. En ese sentido, uno celebra que sea el compositor Jerry Goldsmith quien señale la deuda de esta película con ‘Vértigo’ (id, 1958), otra película sobre el deseo y la muerte, otra película con un argumento vulgar e inverosímil llevada a los altares de la grandeza por su dirección, su música y sus intérpretes. Su banda sonora es derivativa, pero no mimética.
Verhoeven no puede resolver su dilema. En sus dos personajes pasan cosas realmente importantes – se mezcla en un momento de la película la sexualidad con el interés amoroso – pero su deseo todo lo puede y todo lo arrasa; al final todo lo mata. Su policial no ha sido pensado como una versión seria, rigurosa del género para espectadores ocupados en pronunciar “obra maestra” para justificarse, sino para que el cine hable, y sin temor alguno, del deseo y de sus consecuencias.
Verhoeven no puede resolver su dilema. En sus dos personajes pasan cosas realmente importantes – se mezcla en un momento de la película la sexualidad con el interés amoroso – pero su deseo todo lo puede y todo lo arrasa; al final todo lo mata. Su policial no ha sido pensado como una versión seria, rigurosa del género para espectadores ocupados en pronunciar “obra maestra” para justificarse, sino para que el cine hable, y sin temor alguno, del deseo y de sus consecuencias.
Así termina esta película, vertiginosa, claro está, y también sensual, un engaño, como si fuera posible otra cosa en el cine que no fuera el engaño, y con una muerte, una muerte que no se ve y ni siquiera se intuye. El cine, igual que el sexo, no admite de otro tiempo que no sea el suyo propio – no admite pasado, futuro, todo el cine y el sexo transcurre en un gerundio. Y por eso sabemos, al terminar esta película, que el cine es una ópera sublime y bastarda.
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