Lo que tenía más importancia para mi era por qué Holmes había llegado a ser tan frío y calculador, y la razón de estar solo el resto de su vida. Ese es el motivo por el que se le describe de forma tan emocional en el filme; de joven, sus emociones lo controlaban, estaba enamorado del amor de su vida y como resultado de lo que ocurre aquí, se termina convirtiendo en la persona que será más tarde.Chris Columbus
Entristece observar como, de un tiempo a esta parte, la música de cine ha vuelto a ser maltratada por las productoras de Hollywood hasta volver a un estado en el que no se encontraba desde hacía casi cuatro décadas. Un sentimiento que, sin duda, se ve aumentado si uno considera el momento de esplendor que las composiciones para la gran pantalla vivieron desde mediados de los años setenta —más o menos coincidiendo con los primeros grandes trabajos de John Williams— hasta principios de este siglo. Desde entonces, lo que antes era norma se ha convertido en excepción, y contados con los dedos de una mano son los scores que, por ejemplo, serán recordados de este 2013 que toca a su fin.
Y si alguno se está preguntando el porqué comenzar la crítica de ‘El secreto de la pirámide’ (‘Young Sherlock Holmes’, Barry Levinson, 1985) con un comentario acerca de las bandas sonoras, el motivo es muy claro: si hay algo que el cine de los años ochenta supo cuidar y mimar al máximo, eso fue, en términos generales, la música que acompañaba a sus películas. Innumerables son los ejemplos que podemos encontrar al respecto en la vastedad que tan fructífera década nos dejó, empezando por los legados de Williams, el inconmensurable Jerry Goldsmith, James Horner oBasil Poledouris —los grandes valedores de la música sinfónica— y continuando por toda una serie de compositores que, a la manera de los one hit wonders, alcanzaron la gloria con un trabajo por el que siempre serán recordados.
Ese es el caso, no cabe duda, de Bruce Broughton. Ganador de numerosos Emmy y nominado al Oscar por la magnífica ‘Silverado’ (id, Lawrence Kasdan, 1985), si hay una partitura que sobresale de su carrera por encima de las demás esa es, sin duda alguna la espléndida composición que el músico californiano dedicaba a las aventuras de un joven Sherlock Holmes imaginadas por Chris Columbus, producidas por Steven Spielberg, dirigidas por Barry Levinson y con la crucial participación en cierta escena por todos recordada de un joven visionario llamado John Lasseter: con un tema principal asombroso —por cierto, el sonido tan característico que acompaña a dicho tema es el de los violinistas golpeando con los dedos la madera—, la fuerza de la masa coral que acompaña a las dos escenas en el templo del Rametep y todo un conjunto que alterna los temas de aventura con un bellísimo motivo de amor, el trabajo de Broughton es de esos que formaron una muy importante parte de la formación musical de toda una generación a la que, afortunadamente, pertenezco.
De vital importancia en el transcurso de la cinta, la música de Broughton es, no obstante, sólo una parte de la genialidad imperecedera que encierra ‘El secreto de la pirámide’ —atención especial merece su espléndido diseño de producción—. Y es que hoy, casi treinta años después de su estreno, volver a ver el filme de Levinson no sólo supone rejuvenecer de golpe los seis lustros que nos separan de aquel día de marzo de 1986 en que acudíamos al cine a disfrutar por primera vez la película, sino que sirve para confirmar, una vez más —y ya van…— que mucho del cine que se hizo durante la década de los 80 forma parte indeleble de lo mejor que el séptimo arte ha sabido concretar en ciertos géneros encabezados, qué duda cabe, por todas aquellas producciones destinadas al público infantil y juvenil que vieron la luz en aquellos años.
Respetuosa con el legado de Conan Doyle, algo que preocupaba mucho a Chris Columbus, ‘El secreto de la pirámide’ narra un hipotético primer encuentro entre Sherlock Holmes y John Watson cuando ambos son aún adolescentes —mucho antes, obviamente, de que Doyle una sus destinos en ‘Estudio en escarlata’— y están estudiando en un férreo internado londinense en el que el futuro detective descubrirá una oscura trama de asesinatos que esconden los anhelos de venganza del líder de un culto religioso entre cuyas cruentas prácticas se encuentra el sacrificio de vírgenes sepultadas por cera hirviendo.
(Pequeños spoilers) A la luz de esta escueta sinopsis, es muy obvio que, como pasaba en no pocas producciones de la época, el carácter juvenil y dicharachero de las aventuras de los protagonistas, se rodea de un semblante oscuro y tenebroso cuya imbricación con el luminoso tono de la narración funciona a las mil maravillas. Y no hay mejor ejemplo de la perfecta articulación que encierran ambas facetas del filme que comparar la secuencia del juego que plantea uno de los alumnos de la academia a Holmes, y cualquiera de las escenas con las que Levinson y el equipo artístico muestran las pesadillescas visiones derivadas de los dardos envenenados que utiliza el culto del Rametep: la ligereza y comicidad de la primera, acompañada por uno de los mejores temas que compone Broughton, contrasta con fiereza con cualquiera de las “terroríficas” escenas pertenecientes al semblante más umbrío del filme, ya sea el prólogo, el ataque a Waxflatter, el momento en el que cobra vida la vidriera o, por supuesto, el triplete en el cementerio —por más que uno de ellos sea el típico guiño simpático marca Columbus/Spielberg.
El correcto pulso que Levinson mantiene entre ambos aspectos de la cinta termina por inclinarse hacia el más dramático de cara al acto final del filme, un carrusel continuo de emociones
in crescendo
cuyo trágico desenlace —puntualizado por esa genial secuencia de créditos— hace pensar hoy en lo muy diferentes que eran las cosas para el cine juvenil hace tres décadas. Y sí, quizás las interpretaciones de algunos miembros del reparto estén algo forzadas —y estoy pensando en Sophie Ward, poco creíble como Elizabeth, el amor de Holmes— y es incluso posible que para muchos espectadores que la vieron con ocho, nueve o diez años, la cinta no esté revestida de la relevancia que servidor quiere atribuirle, pero cuando en alguna ocasión me han preguntado acerca de los títulos que destacaría de mi infancia cinéfila, ‘El secreto de la pirámide’ siempre ha terminado apareciendo de una forma u otra en lo alto de la tabla. No hace falta decir nada más.
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