como pasa en esta segunda parte llamada a reventar taquillas antes de que finalice el año, nos encontramos ante un metraje con desproporcionados problemas en su tramo final, un tercer acto aburrido —¡sí, aburrido!— cuya media hora es una auténtica prueba de fuego para los espectadores, máxime si, como es el caso, uno sabe cómo se desarrolla la historia original en la novela de Tolkien y tiene que asistir impávido a material de relleno metido con calzador para justificar la presencia de ciertos personajes de los que ahora hablaremos y, sobre todo, aumentar la permanencia en pantalla del personaje estrella de la cinta, un dragón rojo llamado Smaug.
(Pequeños spoilers diseminados aquí y allá) Antes de que la película se vaya al traste, y Jackson,Philippa Boyens y Fran Walsh estiren como el chicle lo inestirable, esta segunda parte de ‘El Hobbit…’ se plantea como una particular imagen especular de la estructura que veíamos en la primera, y lejos de tomarse el prolongado tiempo que tomaba prestado aquélla para presentarnos a los personajes y arrancar la acción, ‘La desolación de Smaug’ va directa al grano tras un brevísimo prólogo que nos devuelve momentáneamente a Bree, fijando su atención en la “compañía” de enanos, hobbit y mago mientras son perseguidos por Azog, el orco albino de la primera entrega, y su viaje les acerca al Bosque Negro.
Y ya que estamos hablando del Bosque Negro y de lo que allí acaece con arañas y elfos, podría aventurar que, de haberse mantenido la intención primera de que la adaptación no hubiera ocupado más de dos filmes, sería en esta localización donde debería haber finalizado la primera parte de ‘El Hobbit’, dejando a los enanos en manos de los elfos antes de encarar una segunda entrega en la que se nos hubiera narrado el encuentro con Smaug y, por supuesto, esa esperadísima batalla de los cinco ejércitos que, sin duda alguna, ocupara una sustanciosa parte de ‘Partida y regreso’ (‘The Hobbit: There and Back Again’, Peter Jackson, 2014), el título llamado a servir como epitafio ¿definitivo? a la presencia del universo Tolkiniano en la gran pantalla.
De haber sido así, quizás, sólo quizás, Jackson y sus dos compañeras en las labores del guión, podrían haberse ahorrado la recuperación de Legolas —un Orlando Bloom al que el paso de los años no parece haber redundando en beneficio de sus limitadas capacidades interpretativas—, la incorporación de esa Tauriel interpretada por Evangeline Lilly que vuelve a convertirse, como ya pasara con Arwen, en forzado interés romántico del guión —mucho más que en la trilogía anterior— o todo lo que transcurre en Ciudad del Lago, cuya introducción supone el necesario descenso de ritmo de comienzos del tercer acto tras el espectáculo non-stop que han sido el primero y el segundo, mereciendo atención especial entre estos la magnífica secuencia de los toneles, en la que Jackson vuelve a demostrar su indiscutible talento para orquestar asombrosas secuencias de acción como las que ya pudiéramos ver en cualquiera de las cintas anteriores.
Caso aparte, por lo correcto de su planteamiento, es el personaje de Bardo, cuyo amplio desarrollo aquí queda plenamente justificado si se conoce su fundamental protagonismo de cara a acontecimientos que veremos el año próximo que, en términos de narrativa cinematográfica, requerían de un mayor desarrollo que el que Tolkien le daba en la novela. Bien es sabido que, y es algo que me canso de afirmar cuando los puristas más recalcitrantes de los textos objetos de adaptación se rasgan las vestiduras por los cambios introducidos, “medios diferentes requieren de necesidades diferentes” y en el personaje encarnado con desigual efectividad por Luke Evans, encontramos uno de los ejemplos más claros que el filme ofrece desde un punto de vista positivo.
Junto a él, cabrían citar, también en la parte apreciable de ‘La desolación de Smaug’, el intento por dotar de mayor protagonismo a cada uno de los enanos —harina de otro costal es aquello a lo que recurren para conseguirlo— y, por supuesto, las pesquisas que llevan a Gandalg a Dol Guldur y todo lo que allí se desarrolla en relación al Nigromante, siendo las secuencias protagonizadas por un siempre espléndido Ian McKellen, las que mejor sirven al cinéfilo para reencontrarse con lo que era norma en la trilogía de ‘El señor de los anillos’.
Desafortunadamente, todo lo que pudiera aportarse de cara a defender las decisiones tomadas en aras de justificar que, como medio fílmico, esta segunda entrega de ‘El Hobbit’ no podía plantearse ser un calco del libro, queda reducido a cenizas por el continuo acoso y derribo al que es sometido el metraje en su tercer acto. Para empezar, el querer heredar las fórmulas de acciones paralelas que tan bien le habían funcionado en los clímax de cualquiera de los títulos que pudimos ver entre 2001 y 2003, obliga a Jackson a alternar lo que ocurre en Erebor con aquello que tiene lugar en Ciudad del Lago. Y si lo que aquí acaece tiene poco o nulo interés —y puede llegar a resultar ridículo hasta el desespero— es doloroso que, al adentrarse en los dominios de Smaug, sea cuando la proyección toque fondo…y de qué manera.
Aquejando esa grave enfermedad que podríamos denominar como “el síndrome del nivel de videojuegos”, y trascendida la sorpresa inicial de la aparición de un dragón de cuyo diseño esperaba bastante más —me sigo quedando de lejos con el Vermithrax de ‘El dragón del lago de fuego’(‘Dragonslayer’, Matthew Robbins, 1981)—, lo que el espectador tiene que soportar hasta la agridulce conclusión es un no parar de entornos digitales, encuadres imposibles y persecuciones planteadas de forma irregular que sólo sirven para lucir una y otra vez el 3D —por cierto, breve inciso, el HDR a 48FPS tiene muchos más momentos a lo “Benny Hill” que el filme anterior, avisados quedan— pero están tan vacías de contenido y sustancia que resulta complicado encontrarles fundamento más allá del que se deriva del claro carácter de mera jugada comercial que es esta nueva trilogía.
No seamos inocentes, vale que cualquier filme es un negocio destinado a recaudar cuanto más dinero mejor. Pero allí donde la terna que componía ‘El señor de los anillos’ destilaba cariño y mimo por los cuatro costados, las dos partes que hemos podido ver de ‘El Hobbit’ exudan a intervalos todo lo contrario; y por más que su magnífico diseño de producción, el espléndido trabajo de Martin Freeman y Richard Armitage o lo que podemos atisbar contados momentos —una auténtica lástima no poder citar entre ellos a ninguno que tenga que ver con la inane partitura de Howard Shore— nos lleven de nuevo de forma inequívoca a la Tierra Media, el viaje que a ella efectuamos hace más de una década es ya, a todas luces, un hecho irrepetible, un hito que perdurará en nuestra memoria cinéfila mucho más que las incontables memeces y cuestionables decisiones que han terminado cuajando en este trío a completar a finales de 2014, cuya conclusión, sinceramente, se antoja poco satisfactoria. Quieran los hados que me equivoque
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