Los años 80 fueron tiempos raros para vivir la etapa infantil, sobre todo si te llevaban alcine. La gente llevaba calentadores, hombreras y pantalones apretados... aposta. Todo el mundo llevaba pendientes de aro enormes, incluido Mr. T y se podían conquistar naciones con una frase recurrente.
El panorama cinematográfico de los 80 iba en consonancia. Los 80 pusieron de moda los taquillazos. La películas con grandes ideas eran hechas con grandes presupuestos. Apareció un tipo de héroe, uno con salidas para todo y que podía salvar el día a pesar de estar resacoso y en pleno divorcio. Nos presentaron al chaval empollón que acaba con los matones gracias al poder de su imaginación. Luchaban contra el mal, contra los ricos, directores de escuela o los nazis. Sus aventuras podían ocurrir en el espacio, en las clases de un instituto o en barcos piratas. A veces ET estaba ahí.
Eran días felices.
Hoy en día vivimos en un mundo de remakes, precuelas, reinicios y recreaciones. El cine de nuestra infancia ha sido cogido por ejecutivos trajeados, aporrando sus teléfonos móviles. Es fácil caer en la nostalgia, sobre todo si fuiste niño en los 80. ¿Pero qué era lo que hacía de esas películas algo condenadamente bueno?
(Atención, spoilers más adelante)
¿Queréis ver un cadáver?
Hay un momento en la película de Richard Donner de 1985, Los Goonies, en el que todo chaval que la ve sabe que está ocurriendo algo importante. Lawrence Cohn, Chunk a partir de ahora, está jugando a un videojuego cuando ve una persecución policial fuera. Emocionado por ver “balas reales” aprieta su batido tan fuerte contra la pantalla de la máquina recreativa que estalla. “¡Mierda!” exclama. No parece una palabrota demasiado fuerte, pero en ese momento lo era. Primero, el chico está muy gordo. Segundo, le gusta la violencia. Tercero, ¡maldice!. En un momento han retratado a un verdadero chaval. No hay nada bonito en Chunk, pero nos ha encantado porque es como nosotros. Es real. Y lo mejor de todo, parece que nuestros padres, que están sentados a nuestro lado, le odian.
Este tipo de sensibilidad era muy común en las películas infantiles de los años 80. Consideremos el secuestro de Sarah en Dentro del Laberinto, con esas rabietas de niña pequeña que rompían cualquier idea de princesita. Esa década no tenía miedo de mostrar a los niños tal cual.
Pero hay mucho más. Los 80 capturaron la dinámica entre niños como nunca antes se había conseguido (en realidad nunca antes se había intentado). En el drama de 1986 de Rob Reiner, Stand by Me, retrata ese periodo de la adolescencia en que, como grupo, consigues superar lo que te acosa como individuo. Los cuatro protagonistas de esta película luchan contra sus propios demonios permanciendo juntos en una burbuja de amistad. Invierten sus días en la casa del arbol fumando cigarrillos y bromeando, olvidándose de que vienen de hogares rotos, de la gente que cree que son raros, de que son gordos...
Gordie: ¿Creéis que soy raro?
Chris: Totalmente.
Gordie: No tío, en serio. ¿Soy un bicho raro?
Chris: ¡Claro! Pero, ¿qué más da? Todo el mundo es raro.
Hay mucho de introspección en este tipo de diálogos, llenos de inseguridad infantil y de madurez incipiente. La película captura a la perfección la perogrullada de Gordie (Richard Dreyfuss): Nunca he tenido amigos como los que tuve a los doce años.
Aunque en esos años el optimismo era el tema de moda en Hollywood (puedes hacer lo que quieras / cambiar el orden establecido / sólo hace falta que creas en ti mismo) los medios por los que se transmitían estos valores eran altamente cuestionables (Pretty Woman y Risky Business, por ejemplo).
En La historia Interminable de 1984, el mundo de Fantasía estaba siendo amenazado por algo especialmente siniestro. No una bruja malvada o un rey corrupto, sino por una omnipresente e irresistible fuerza llamada La Nada, una alegoría de la desesperación que sentía el protagonista de la película, que debía aprender a “creer” para salvar Fantasía. Mientras tanto, el ver la muerte de un animal adorable, algo tabú para el Hollywood de hoy en día, dejó a toda una generación de chavales completamente devastados.
¿Estaba La Historia Interminable (basada en una novela del autor alemán Michael Ende) diseñada para ser un conjunto de secuencias para arruinarnos la vida? No, los ecos nihilistas no le fueron exclusivos. El Cristal Oscuro muestra un mundo aterrorizado por una raza de buitres tiranos drenadores de vida, por ejemplo. La madre de Piecito muere. A ET lo dejan en una zanja.
Incluso el Disney de los años 80 era oscuro. Pensad un momento en el final de Tod y Tobby, o el sacrificio del adorable Gurgi en Talon y el Caldero Mágico. Teníamos razones para tener pesadillas en aquella época.
Y mientras que los niños de hoy ven películas sin un mínimo de moraleja, nosotros crecimos en una década donde los cineastas no tenían reparos a la hora de aterrorizarnos, hacernos llorar o recordarnos que todos vamos a morir algún día.
¿Me recuerdas, Eddie? Cuando maté a tu hermano yo hablaba así. ¡Así!
Desde luego que nada suscita un trasfondo más morboso que un gran villano, y en los 80 los había a patadas. Eran malvados que centraban todos sus esfuerzos en destruir al héroe y que se ganaron un rinconcito en los recuerdos de todo niño de los 80. Es complicado imaginarse a alguien muy conmocionado ante Apestoso Pete de Toy Story 2 en comparación con el Juez Doom de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?
Entre los malvados más memorables de aquella década tenemos al ya mencionado Doom, a Gozer de Los Cazafantasmas, Mola Ram (Kali Maaaaaa) de Indiana Jones y El Templo Maldito, Skeksis de El Cristal Oscuro, y probablemente las criaturas más terroríficas del cine familiar, en Oz, un Mundo Maravilloso: los wheelers.
Descaradamente despiadados, estos tipos malos hicieron que las películas infantiles de los 80 no se parezcan a nada de lo que se hace hoy en día. Viendo algunas de las escenas de Los Goonies, donde los chavales son disparados, interrogados, amenazados con espadas y, al final, obligados a pasear sobre una tabla. O en la escena de El Carnaval de las Tinieblas de 1983, en la que Mr. Dark, un embaucador, intenta que el joven protagonista, Will, salga de sus escondite torturando metódicamente a su padre hasta llevarlo al borde de la muerte. El hecho de que sea una película de Disney sólo hace este hecho aún más destacable.
Por supuesto que El Carnaval de las Tinieblas marcó el inicio de este género de “terror familiar”, que recibió otros clásicos como Los Cazafantasmas, Chicos Monsters o Los Gremlins. Estas películas jugaban con la línea entre los gustos infantiles y la sensibilidad adulta, ofreciendo escenarios realmente terroríficos y comedia, aunque no siempre en la misma proporción. En Chicos Monsters, Boy es un poco más terrorífico, pero en al final del todo hacía que los niños se sintieran aún más fuertes después de sobrevivirle.
Jump that magic jump on me! Slap that baby, make him free!
Las películas infantiles de los años 80 eran una mezcla de “más es mejor” y una fumada gordísima. ¿Cómo si no se puede explicar Las Aventuras del Baron de Munchausen de Terry Gilliam?
Genios como Gilliam, Tim Burton y Jim Henson dejaban su impronta con sus surrealistas y retorcidas historias. El rey fue este último, con Dentro del Laberinto y El Cristal Oscuro, dos clásicos. Dentro del Laberinto es probablemente el más extraño, nada raro considerando la colaboración de Henson, Brian Froud y Terry Jones, de los Monty Phyton, que hizo las veces de guionista.
La historia de esta película, con un rey goblin aprovechándose de la incipiente sexualidad de una adolescente, con marionetas, es una locura, pero es mucho más que la suma de sus partes. Hecha con marionetas y pintura de papel maché, posee ese encanto que se ha perdido en la era de la animación por ordenador. Además, poseía el típico mensaje de las películas de la época: abraza el poder de la imaginación y seras más sabio. Una perfecta locura.
Tim Burton también encontró su voz en los 80 y fue en esta época cuando hizo sus tres películas más locas. La Gran Aventura de Pee-wee, Bettlejuice y Batman. Cada una de estas películas era suficiente como para aterrorizar a los niños de antes, pero también tenían su punto de seductoras. Es muy complicado negar el carisma que tiene el retorcido bio exorcista de Michael Keaton.
Oz, un Mundo Maravilloso es probablemente la que mejor representa este concepto. Una película tan morbosa, tan terrorífica, que apenas se puede percibir como una secuela del clásico de 1939. No había canciones, personajes adorables y Judy Garland. Fueron sustituidos por una gallina parlante, una Ciudad Esmeralda destruida y una Dorothy loca, que se despierta después de su terapia de electroshock. El terror psicológico del director, Walter Murch, nos mandó un mensaje que se quedaría con nosotros hasta los 90: niños, no toméis drogas.
¡Pero yo lo vi luchar! ¡Fue la mayor de todas las Starfighter!
La década de los 80 fue muy prolífica en cuanto a películas de ciencia ficción, tanto profundas, Blade Runner, como ligeras, Cazafantasmas. Para los niños fueron los años de El Vuelo del Navegante, Regreso al Futuro, El Último Guerrero Estelar y las dos secuelas de la trilogía original de Star Wars. A pesar de que estas películas son diferentes, son iguales en muchos aspecto. Era la década en la que había un único héroe, todo importaba y el mundo nunca era un lugar a salvo.
Fueron unos años en los que los jóvenes protagonistas eran sacados de una pequeña ciudad y empujados a asumir el papel de héroe. En El Último Guerrero Estelar Alex es un encargado de un parque para niños con la tarea de salvar a la galaxia. Luke Skywalker todavía está aprendiendo el camino del Jedi y acaba de salir de una granja de humedad, en Tatooine. Marty McFly se está quejando de su miserable vida familiar hasta que es enviado atrás en el tiempo.
Hay algo muy poderoso en este héroe de comienzos humildes. Ofreció un sentimiento que duró toda una década: podías ser cualquiera y aún así lograr grandes cosas. Como un niño, especialmente si crecías en un pueblo pequeño, ver el ataque final de Alex contra la nave nodriza de Ko-Dan, o el momento en el que David toma el control en El Vuelo del Navegante, era algo inspirador. Y, de verdad, era optimismo puro y duro, libre de ironía y cinismo, lo que hacía esas películas tan brillantes.
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